La
sociedad actual –al menos en el mundo occidental- habla de valores
en lugar de virtudes. El motivo es sencillo. Los valores son
intercambiables, coyunturales, comprometen menos e, incluso, son susceptibles
de ser sometidos a votación para elegirlos.
Ejemplos
de valores en emergencia: la transparencia, la honradez, el emprendimiento. ¿Por
qué? Dos motivos: la inteligencia, menos mal, nos presenta como valor algo que
se considera bueno –esa transparencia, esa honradez, ese emprendimiento- añadiéndosele
que, en este momento, son sumamente necesarios.
Dentro
de diez años, igual no es necesaria tanta transparencia –será así porque se nos
está yendo la mano en ese asunto- y pasará a ser un valor la privacidad. Así
funcionan los valores.
En definitiva,
esto ya viene de antiguo. El utilitarismo inglés lo formuló hace siglos.
Convirtamos en valor a aquello que procure la mayor felicidad al mayor número
posible de personas. Ahora toca emprender, mañana será otra cosa.
El
valor, por tanto, sustituye a los principios. Un principio de
vida no es amoldable a lo cambiante. Cuando se habla de valores, no nos engañemos,
se está renunciando a la posibilidad de que puedan existir principios que no
dependan de las circunstancias.
Honradez,
¿principio o valor? Las conclusiones son evidentes. Ahora interesa. Mañana, ya
veremos.

¿Y
las virtudes? Pobre Aristóteles. Están arrinconadas e, incluso, mal vistas. Han
sido sustituidas por las competencias. Una virtud es un hábito
que interioriza un principio. Una competencia es una habilidad que potencia,
momentáneamente, un valor.
Igual
todo esto es discutible. Si son mejores los principios-virtudes o los valores-competencias.
No
obstante, estoy convencido que si giramos, en este punto, la reflexión hacia la
educación de los más jóvenes –niños y adolescentes- nuestro filósofo griego, al
menos, se echaría las manos a la cabeza.
Un
valor y una competencia te hacen útil por un tiempo. Volvamos a los clásicos. Un
principio y una virtud te hacen bueno siempre.
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