La
muerte de Miliki nos produce a muchos –los que compartimos ya una cierta edad-
tristeza. Es fácil recordar esas tardes en las que, tras llegar del colegio, te
ponías a ver los payasos de la tele como expresión máxima del mejor plan a
realizar.
Cuando
se echa la vista atrás y analizamos los planes que hacíamos cuando éramos niños
solemos afirmar que no había tantas posibilidades como ahora cuando tocaba el
momento de divertirse. No estoy de acuerdo con esa afirmación. Quizás teníamos
menos posibilidades técnicas pero poseíamos imaginación y creatividad para
pasárnoslo bien con nuestros amigos. Ahora, ocurre lo contrario.
Pero
no quisiera llevar mi reflexión sobre esas cuestiones sino sobre un asunto que
me parece de capital importancia y que regresa a mi mente con mucha frecuencia.
Hoy, con la muerte de Miliki, este asunto ha recobrado en mí más consistencia y
la necesidad de compartirlo.
Creo
que cuando éramos niños, éramos inocentes. Y quisiera quitarle, a ese
calificativo, cualquier aspecto peyorativo. Esa inocencia no era señal de
restricciones intelectuales y/o morales. Dicho más claro para que se comprenda:
No hacíamos ciertos planes porque fuéramos tontos o porque nos fuéramos a
condenar en el infierno si lo hacíamos. Ver esa inocencia bajo esos dos
parámetros es reflejo de un análisis torcido y mal intencionado.
La
inocencia que quiero describir es bien sencilla: nos educaban sabiendo respetar
los tiempos que tiene la vida para cada cosa. Eso es la inocencia. Hacer lo que
no te corresponde a los doce años, por ejemplo, si que es torcido y mal
intencionado.
Creo
que por esa inocencia, así entendida, nos gustaban los payasos de la tele. Al
recordar a Miliki recuerdo a mi padre y cómo nos enseñaba a descubrir la
realidad de la vida a la edad adecuada. Eso nunca lo olvidaré como no olvidaré
nunca, supongo, las canciones de los payasos de la tele.
Disfrutar
con la gallina Turuleca está años luz, afortunadamente, de disfrutar con un
botellón acordado vía redes sociales.
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