El
mundo globalizado ha uniformado, lo sigue haciendo, a la sociedad. Millones de
personas vemos las mismas películas, escuchamos la misma música, vestimos de la
misma manera o soñamos con las mismas cosas.
Como
movimiento antagónico, florecen, al mismo tiempo, los cultos particulares al
propio ego, a la patria chica, que de tan chica que es ha de ser convertida en
estado propio, a la diferencia a ultranza. Como si el miedo a esa homogenización
propiciara el distinguirse del resto en lo que hiciera falta.
No
son movimientos contradictorios pero sí, al menos, paradójicos, Los mismos que
se movilizan contra, por ejemplo, la crisis económica son los mismos que
celebran una fiesta norteamericana como Halloween. Una crisis que tiene su
origen en las prácticas abusivas del capitalismo americano influye para denostar
a un país pero no en copiar, sin
solución de continuidad, todo lo que viene de ese mismo lugar del mundo.
Lo
anterior quizás sea una mera anécdota que haría las delicias de sociólogos como
Gilles Lipovetsky; esa paradoja que define a nuestra sociedad postmoderna. No lo
es cuando esa homogenización influye en las decisiones políticas hasta tal punto
que las diferencias entre izquierda y derecha han quedado pulverizadas.
Baste
un ejemplo para evidenciar lo anterior. ¿Haría algo distinto un partido de izquierda
o de derecha ante la crisis? La respuesta, por desgracia, es clara.
En
el mundo occidental, la educación sigue siendo aún uno de los escasos terrenos
ideológicos dónde es aún posible marcar la diferencia entre una tendencia política
de un signo o de otro, Esto, tarde o temprano, dejará de ser así y el proceso de
globalización eliminará, en este terreno, las diferencias.
Pero
mientras esto ocurra, seguiremos convirtiendo la educación en una cuestión política.
Y así, nos luce el pelo. En España, no hay políticas educativas sino que se hace
política de la educación.
Y todo
esto ¿por qué? ¿Para mejorar el aprendizaje de los niños? Para nada. Sólo para marcar
la diferencia con el otro.
El actual
borrador de la LOMCE, de un plumazo, pretende hacer retornar a la filosofía a la
caverna. Allí donde reinan las apariencias y la verdad es confundida con las sombras.
Lo peor de este error no es eso. Lo peor es que se hace por una insensata necesidad de distinguirse
de lo que ya había.
Si
la LOMCE fuera Matrix y Neo fuera la filosofía, Morfeo –metáfora de la clase política-
le hubiera ofrecido al protagonista de la trilogía unas anteojeras para esconderse
de sí mismo y no las dos famosas pastillas.
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