Lo que
suele saltar a los medios de comunicación, en primera instancia y para cualquier
tipo de información, es el aspecto más mediático de la noticia. No es de extrañar,
pues, que el anteproyecto de ley que ultima el gobierno para limitar el acceso
de los adolescentes al alcohol se haya asociado, casi en exclusividad, con la
medida de multar a los padres cuyos hijos sean reincidentes en terminar sus
noches de ocio en comas etílicos.
Más
allá de esta medida –el anteproyecto contempla más acciones- creo importante
llamar la atención sobre una realidad que se impone de manera inexorable, en
este país, cada vez que se aborda cualquier problema educativo de los niños y
adolescentes:
Si
el niño suspende, la culpa la tendrán los profesores que no motivan; si el niño
se emborracha, la culpa la tendrán los padres o la sociedad que es muy
permisiva; si el niño se pone ciego de petas, la culpa la tiene el sistema que
no le ofrece alternativas.
En
definitiva, el niño nunca tiene culpa de nada. Hemos confundido protección del
menor –todo lo que se haga en este aspecto siempre es poco y hay que seguir
haciéndolo- con anular toda la responsabilidad que el menor tiene cuando
realiza un acto.
Y, mientras
tanto, seguiremos dando palos de ciego. La escalada hacia una vida disoluta de
borracheras, o de cualquier otra cosa, no aparece de la noche a la mañana.
Nadie empieza robando un banco; se empieza robando golosinas en la tienda del barrio.
El problema está servido si el niño vivencia que robar en la tienda del barrio
no tiene importancia alguna.
Y,
finalmente, apuntar la segunda parte del problema. Pensar que educamos bien
cuando estamos continuamente volcados en analizar los estados emocionales de
los niños para colmárselos. Tanto, que se termina confundiendo que asuman
responsabilidades con provocarles un problema psicológico.
Asumir
responsabilidades y educar en realidades. Los problemas se atajan desde sus raíces
y no desde la superficie.
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