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sábado, 23 de noviembre de 2013

Puedo prometer y prometo. Adolfo Suárez.

La figura política de Adolfo Suárez siempre me ha cautivado de manera especial. Quizás porque haya sido un político de raza; quizás porque hizo posible lo imposible con una sagacidad incuestionable; quizás por su vocación de servicio a la sociedad con inmensa generosidad personal; quizás por su ejemplar honradez personal.

O, tal vez, todo sea mucho más simple. Los años de la transición fueron, en esencia, tiempos de una ilusión desbordada por hacer bien las cosas. Al frente de esa ilusión, estaba Adolfo Suárez y, eso, no se olvida.

Adolfo Suárez, que acierto, que inmenso acierto. Y, por cierto, de Su Majestad el Rey. Eso, tampoco se olvida. La memoria no es histórica. La memoria debe ser agradecida. Si no se recuerda para agradecer, la venganza se hará dueña de no se sabe qué recuerdos.
 
Acabo de terminar de leer Puedo prometer y prometo, Mis años con Adolfo Suárez del gran periodista Fernando Ónega.
 
De Fernando Ónega es el famoso Puedo prometer y prometo, estribillo pegadizo con el que el presidente Suárez ganó –si, fue así- las primeras elecciones de la nueva democracia.
 
También, de Fernando Ónega, es otra cita, que ha pasado a los anales de nuestra reciente historia. La frase, la pronuncia Adolfo Suárez en su discurso, ante las cortes franquistas, para defender la ley que regulará el derecho a la asociación política: “Hay que elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal”.
 
 
No pretendo esbozar, en esta Entrada, una reflexión sobre esta última obra de Fernando Ónega. Más bien, quisiera detenerme en las dos célebres frases  señaladas para, así, y teniendo en cuenta nuestra actual crisis institucional y política, realizar un humilde homenaje a Adolfo Suárez.
 
Los ciudadanos creyeron ese puedo prometer y prometo de Suárez. Entre otras razones porque Suárez luchaba, con pasión, para que lo que era normal en la calle fuera también, normal, en nuestras leyes y en la manera de hacer política.
 
La credibilidad no es una virtud personal. Es una virtud que te otorgan los demás. Es lo mejor que le puede pasar a un político; que el pueblo te otorgue esa credibilidad. Esto significa, más allá de diferencias ideológicas, que ese político ha sabido gestionar ese clamor popular para hacerlo realidad.
 
Ese fue el gran acierto, político y personal, de Adolfo Suárez. Y es lo que, hoy en día, se echa en falta. Nuestra crisis institucional no es debida a la crisis económica. Nuestra crisis institucional es una crisis de credibilidad. El clamor de la calle va en dirección opuesta a la gestión de nuestros políticos.
 
Necesitamos políticos como Adolfo Suárez. No necesitamos ideologías. Necesitamos gestores honrados de los problemas sociales.

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