Eustaquio,
nuestro amigo imaginario, mientras se prepara de mala gana la cena –unos bocadillos
enlatados- twittea que se está haciendo ese bocadillo. Al instante, realiza
una serie de jugadas en Apalabrados, comprueba compulsivamente su correo
electrónico, sintoniza, en el mismo aparato –su móvil- su emisora de
radio favorita y manda unos WhatsApp a su novia que está pasando unos días
de vacaciones en Jamaica.
Finalmente,
se come su bocadillo mientras da una perdida a su madre para que le
llame. La tele, encendida y con el volumen quitado, preside la escena. Facebook
lo dejará para más tarde.
Eustaquio
está felizmente estresado. Es feliz porque se siente parte de una comunidad
virtual que le da sustento. Eso es lo que piensa Eustaquio. Es pragmático y
analiza la realidad tomando siempre la parte más positiva para su provecho.
Pero, la cuestión es otra. Lo que sabe Eustaquio –no es tonto aunque sea mal
cocinero- es que necesita, de manera imperiosa, estar conectado.
Dicen,
por ahí, que somos lo que pensamos; otros, que somos lo que hablamos; los más
atrevidos, que somos lo que comemos. Aquí, el que sabe lo que somos es
Eustaquio. Somos nuestras conexiones virtuales. Por eso, no podemos estar
desconectados. Todo va tan rápido que necesitamos instrumentos que nos
proporcionen el estado de esos cambios de manera inmediata.
Si esto no fuera así, a la mañana siguiente saldríamos a la calle y no sabríamos cómo es el mundo ni quiénes somos.
¿Podríamos dejar Twitter, Facebook, el móvil, el Apalabrados, el correo electrónico? Típica pregunta de estos tiempos que corren.
Seamos sinceros con esta historia de Eustaquio. En verdad, se llama Juanito, tiene trece años. Y no utiliza Facebook porque lo suyo es el Tuenti. Todo lo demás, es verdad. ¿Será bueno que Juanito necesite estar conectado las 24 horas al día? ¿Hacemos algo por Juanito?
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