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domingo, 10 de junio de 2012

Rescate

Rescate, película protagonizada por Mel Gibson y dirigida por Ron Horward se estrenó en España en diciembre de 1996. No es una gran película pese a su gran reparto y una cierta originalidad a la hora de tratar un tema clásico en el cine: el secuestro y su desenlace.

Tom Mullen (Mel Gibson), adinerado hombre de negocios, dueño de una aerolínea, ve como su asentada vida sufre un giro inesperado y dramático. Secuestran a su hijo. La trama continúa y se produce la típica situación de tener que pagar un rescate para conseguir su liberación. Los primeros intentos resultan fallidos. Hasta aquí todo dentro de los cánones de guión previsto.

La historia, sin embargo, da un giro inesperado. Tom Mullen, hombre acostumbrado a los negocios y a las negociaciones, comprende que el secuestro de su hijo es algo más que una cuestión económica. En definitiva, sabe que aunque pague, nunca rescatará a su hijo con vida. Y es en este punto donde encontramos lo original de la trama: Mullen ofrecerá dos millones de dólares como recompensa para quien sea capaz de entregarle la cabeza del secuestrador de su hijo. Apuesta arriesgada y, en todo caso, valiente.

La película no tiene más pretensiones que aquella que se concreta en que el espectador pase un buen rato. Por tal motivo, dirigiré mis reflexiones a una cuestión de actualidad que no es otra que la situación de crisis que vive nuestro sistema financiero tomando como punto de reflexión la actitud de Mullen con respecto a los secuestradores y aquello que, sin duda, es lo que más quiere: su hijo.


Creo que la atormentada cabeza de Mullen debió seguir la siguiente lógica. Si pago, recupero a mi hijo. Sin embargo, la actitud del secuestrador me está indicando con claridad que, aunque pague, nunca recuperaré a mi hijo. Me cabe la opción de aferrarme a la primera opción: le pago e igual se ablanda y me devuelve a mi hijo. Sentimentalismo que no resolverá el problema. Por tanto, mejor contraatacar: usar el dinero del rescate para pedir la cabeza del secuestrador.

No se puede esperar que un secuestrador juegue limpio. Personajes así no tienen catadura moral alguna. Y, en todo caso, entrar a su juego sólo hará que nunca cambie en su actitud y siga realizando posteriores secuestros. Lógicamente, es comprensible que cualquier padre entre a ese juego para salvar la vida de su hijo. Es un padre y no hace falta más argumentación. Aunque ese padre sepa que su acción animará a los supuestos secuestradores a seguir con su escalada de secuestros. Hay más padres con dinero y otros tantos hijos indefensos que pueden ser secuestrados.

Independientemente de los por qué de nuestra situación de crisis -eso sería entrar en cuestiones políticas que no vienen al caso- una cuestión parece clara (salvando las distancias y dejando la cuestión de la película que sólo pretende ser una herramienta de reflexión): ciertos rescates merecen, como respuesta, la actitud de Mullen; es decir, no entrar en ese juego porque no deja de ser un juego endiablado en el que siempre se pierde.

Mullen tuvo la valentía de no entrar en ese juego aunque eso le llevara a perder lo más importante de su vida, el sentido de su vida: su hijo. Y no tomó esa actitud porque fuera soberbio, engreído o falsamente astuto: la tomó por dignidad. La mejor manera de afrontar un chantaje es plantarle cara.

El problema está cuando la situación de un país, de un continente, del mundo global, se ha convertido en un juego del que no es posible salirse porque todo se ha convertido en un único tablero en el que sólo es posible jugar a un único juego y sin posibilidad de salirse de dicho tablero. Juego y tablero se han convertido en la misma cosa. Es decir, pagas el rescate y pierdes a tu hijo.


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