Tom
Mullen (Mel Gibson), adinerado hombre de negocios, dueño de
una aerolínea, ve como su asentada vida sufre un giro inesperado y dramático.
Secuestran a su hijo. La trama continúa y se produce la típica situación de
tener que pagar un rescate para conseguir su liberación. Los primeros intentos
resultan fallidos. Hasta aquí todo dentro de los cánones de guión previsto.
La
historia, sin embargo, da un giro inesperado. Tom Mullen, hombre
acostumbrado a los negocios y a las negociaciones, comprende que el secuestro
de su hijo es algo más que una cuestión económica. En definitiva, sabe que
aunque pague, nunca rescatará a su hijo con vida. Y es en este punto donde
encontramos lo original de la trama: Mullen ofrecerá dos millones de
dólares como recompensa para quien sea capaz de entregarle la cabeza del
secuestrador de su hijo. Apuesta arriesgada y, en todo caso, valiente.
La
película no tiene más pretensiones que aquella que se concreta en que el
espectador pase un buen rato. Por tal motivo, dirigiré mis reflexiones a una
cuestión de actualidad que no es otra que la situación de crisis que vive
nuestro sistema financiero tomando como punto de reflexión la actitud de Mullen
con respecto a los secuestradores y aquello que, sin duda, es lo que más
quiere: su hijo.
Creo
que la atormentada cabeza de Mullen debió seguir la siguiente lógica. Si
pago, recupero a mi hijo. Sin embargo, la actitud del secuestrador me está
indicando con claridad que, aunque pague, nunca recuperaré a mi hijo. Me cabe
la opción de aferrarme a la primera opción: le pago e igual se ablanda y me
devuelve a mi hijo. Sentimentalismo que no resolverá el problema. Por tanto,
mejor contraatacar: usar el dinero del rescate para pedir la cabeza del
secuestrador.
No
se puede esperar que un secuestrador juegue limpio. Personajes así no tienen
catadura moral alguna. Y, en todo caso, entrar a su juego sólo hará que nunca
cambie en su actitud y siga realizando posteriores secuestros. Lógicamente, es
comprensible que cualquier padre entre a ese juego para salvar la vida de su
hijo. Es un padre y no hace falta más argumentación. Aunque ese padre sepa que
su acción animará a los supuestos secuestradores a seguir con su escalada de
secuestros. Hay más padres con dinero y otros tantos hijos indefensos que
pueden ser secuestrados.
Independientemente
de los por qué de nuestra situación de crisis -eso sería entrar en cuestiones
políticas que no vienen al caso- una cuestión parece clara (salvando las
distancias y dejando la cuestión de la película que sólo pretende ser una
herramienta de reflexión): ciertos rescates merecen, como respuesta, la actitud
de Mullen; es decir, no entrar en ese juego porque no deja de ser un
juego endiablado en el que siempre se pierde.
Mullen
tuvo la valentía de no entrar en ese juego aunque eso le llevara a perder lo más
importante de su vida, el sentido de su vida: su hijo. Y no tomó esa actitud
porque fuera soberbio, engreído o falsamente astuto: la tomó por dignidad. La
mejor manera de afrontar un chantaje es plantarle cara.
El
problema está cuando la situación de un país, de un continente, del mundo
global, se ha convertido en un juego del que no es posible salirse porque todo
se ha convertido en un único tablero en el que sólo es posible jugar a un único
juego y sin posibilidad de salirse de dicho tablero. Juego y tablero se han
convertido en la misma cosa. Es decir, pagas el rescate y pierdes a tu hijo.
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