La lista de Schindler es una dura buena película y, posiblemente, por ese orden. Dirigida por Steven Spielberg en 1993 y tomando como base la novela escrita por Thomas Keneally –El arca de Schindler- constituye un tremendo recordatorio del genocidio nazi.
La figura de Amon Leopold Goeth, oficial de la SS, es siniestra y aterradora. La actuación de Ralph Fiennes, encarnando este papel, le abrió las puertas del éxito cinematográfico. Goeth será el encargado de convertir el gueto judío de Cracovia en un nuevo campo de concentración.
Una de sus primeras decisiones será la de elegir una sirvienta judía para que atienda su casa. Elegirá a Helen Hirsch. El siniestro Goeth no es capaz de racionalizar sus sentimientos. Sin saber por qué se ha enamorado de manera automática de esa chica judía. Amor prohibido y tormento para la joven están servidos desde el primer momento.
Goeth maltratará sistemáticamente y de manera despiadada a la joven. Odia a los judíos y se odia a sí mismo porque sabe que la quiere. Esto le enloquece y acrecienta su crueldad con su inestabilidad personal. Pega a Helen por hacer cosas que otro día quizás ha premiado. Helen no puede más. No teme tanto su futura muerte sino su deterioro psicológico.
Schindler despacha habitualmente con el oficial Goeth. Conoce la situación de Helen e intentará ayudarla. La joven un día se desahoga con él. La escena es demoledora. Helen le dice a Schindler: Lo peor no es que me pegue. Lo peor es que no sé por qué me pega.
Hagamos una elipsis –un salto argumentativo- y giremos la atención hacia la educación de los hijos y de los alumnos. Afortunadamente, la situación descrita no ocurre en la mayoría de los hogares. Tampoco se trae como ejemplo para hablar del maltrato ni para hacer ningún paralelismo entre una realidad –la temática de la película- y la educación.
Simplemente pretendo reflexionar sobre la importancia de nuestra estabilidad personal para poder ser un buen educador. Los niños, los adolescentes son esencialmente emocionales. Esta realidad no debe asustarnos. El mayor enemigo de lo emocional es la inestabilidad personal de quien debe codearse, a diario, con hijos o alumnos. Ante esto, un niño no sabe a que atenerse. Y si no sabe a que atenerse, señalará a esa persona como lejana en el mejor de los casos.
Si un día estoy de buen humor y trato a los hijos o alumnos maravillosamente y otro día, porque no estoy bien, los trato con desapego la distancia entre adulto y joven se hará insalvable. Y desde la distancia no se puede educar.
¿Hay que controlar los estados de ánimo? La respuesta es sencilla: sí. Un adolescente es inestable de por sí. Da por bueno que sus iguales –sus amigos- lo sean. Pero no lo soporta en aquellos que por su edad, posición o rol se les deba presuponer una estabilidad personal.
En educación, los polos iguales se distancian; los polos distintos se atraen. Ante la montaña rusa emocional de un joven sólo cabe ofrecer la llanura racional de la quietud personal. Un niño podría decir de su profesor inestable, de su padre inestable: Lo peor no es que un día esté bien o esté mal. Lo peor es que no sé porque es así.
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