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domingo, 26 de febrero de 2012

Evitar que los hijos malogren su vida

En innumerables ocasiones he escuchado hablar a expertos en educación sobre la importancia de poner límites a los hijos como sinónimo de una educación responsable  y acertada. Así expresado no parece que nadie, con sentido común, pueda estar en contra de tal afirmación.

Si a un pequeño, o adolescente, se le permite hacer cualquier cosa, es decir, no se le hace asumir las consecuencias de sus actos –un educador no es un espía; no podemos vigilar todo lo que hagan- estaremos abonando el terreno para el malogro de su vida. Al mismo tiempo, ese pequeño tendrá conciencia clara de que no se le quiere. A quien se quiere, no se le “permite” hacer cualquier cosa. Eso, un niño lo capta a la perfección.

Aunque pueda sonar a transgresor, no estoy de acuerdo con ese tipo de pedagogía. Poner límites no es educar; simplemente es prevenir. Por ejemplo, las normas de tráfico ponen límites. Si estos límites se saltan, viene la multa. Se previene una infracción con el miedo al castigo. Tráfico previene pero no educa.

Cuando se ponen límites –cuando se prohíben cosas- solemos hacerlos sobre cuestiones de peso: horas de llegadas a casa, amistades no deseables, maneras de vestir, formas de hablar. Poner límites en cuestiones menudas nos parecería a todos inviable. No se puede vivir en un ambiente lleno de prohibiciones. El calor de hogar –básico en cualquier familia- se escaparía por todas las rendijas en una casa llena de preceptos a cumplir.

Insisto en la cuestión. No niego que todo eso haya que hacerlo. Quizás prevengamos así “accidentes” pero si nos quedamos sólo en eso, no estaremos educando. Educar es potenciar. Por otra parte, ese tipo de límites evidencia un desconocimiento palmario de la psicología de un niño o de un adolescente.

La prohibición hace deseable al objeto sobre el que recae dicha prohibición. Si prohíbo a mi hijo ir con fulanito, fulanito será, de facto, la persona más interesante con la que estar. Así funcionan los niños. Esto no es bueno o malo. Simplemente, es una realidad.

Callejón sin salida. Hay que poner límites pero estos no educan. Sólo previenen. Pero todos queremos educar porque queremos a los hijos. La pregunta es: ¿existirán límites que eduquen? Si existen ¿no sería eso una contradicción con todo lo dicho hasta ahora?

Una pequeña pista reflexiva por mediación de una escena de película que he utilizado ya en un post anterior. Cuando Eliot Ness conoce a Malone en Los Intocables de Eliot Ness. La escena se puede ver en el post mencionado.


Malone recrimina a Eliot una pequeña acción. Tirar un papel al río. Malone tiene claro los límites. Sin embargo, este límite considerado, en sí mismo, no tiene la menor importancia. ¿A dónde nos conduce todo esto?

La pendiente hacia lo grave –hacia lo que malogra una vida- se inicia siempre con cosas pequeñas. Quien roba un banco es posible que empezara su trayectoria robando unos céntimos.

Pongamos otro ejemplo. Puedo insistirle a mi hijo que lleve la camisa por dentro. Y darle a esto mucha importancia. Para esta cuestión tenemos que tener clara dos cuestiones previas. Decírselo una y otra vez sin cansancio aún sabiendo que será milagroso que la lleve por dentro. De esta manera, el niño comprenderá que esa cuestión es muy importante. Tener claro que la eficacia está en decírselo y no en un posible castigo porque no lo haga. Castigar por eso sería no tener ni idea de lo que es un niño.

Resultado de todo esto. Primero: El niño se entretendrá en transgredir esa norma y no irá a mayores. Le estamos construyendo una pendiente hacia el bien con cimientos sólidos. Segundo: el objeto de deseo hacia lo prohibido estará centrado en algo que no dañará su vida.

¿Existen límites que educan? Sí. En cuestiones sin importancia. Elijamos cinco o seis. Tengamos medida y no nos convirtamos en casuísticos de la convivencia. Y no nos cansemos de seguirlos. Eliot Ness sabe que Malone es un buen policía porque cuida lo que no tiene importancia. Evitemos que los hijos malogren su vida.

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