El Rey Jorge V, muere. Le sucede su hijo Eduardo, a pesar de no llevar una vida ejemplar. Tanto es así que se ve obligado a abdicar muy pronto dejando el trono en manos de su hermano que reinará con el nombre de Jorge VI.
Bertie, así llamado en el ámbito familiar, es una persona honrada, que ama a su país y que sabe que para ser rey debe seguir siendo ejemplar. Al mismo tiempo, tiene claro que debe reinar y no gobernar. Y que su ejemplaridad –si no estaría de sobra- debe estar acompañada de su palabra, de su discurso. Un rey, en una monarquía democrática, posee esos dos tesoros: honradez y palabras –reflejo de su gran catadura moral- que transmitir a su pueblo.
Bertie no posee el don de la palabra. Es tartamudo. Eso no es cortapisa para una vida digna, afortunadamente. Sin embargo, sabe que esa dificultad será un escollo importante para su reinado. Y mucho más en una situación tan adversa para su país: el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial.
Su esposa, contrata los servicios de un excéntrico logopeda para que trate a su marido. Lionel, superada la sorpresa de poder atender a tan prestigioso paciente, se enfrenta a su primer encuentro con un Rey que ha de convertirse en alumno. Lionel sabe que se la juega en ese primer encuentro y tiene clara sus prioridades. Sólo podrá ayudar al Rey si éste comprende que debe querer ser alumno y que debe asumir que, durante el proceso de terapia, la autoridad corresponde al profesor y no al Rey por muy Rey que sea.
El discurso del Rey, película dirigida por Tom Hooper, ofrece una interesante reflexión sobre una cuestión clave en la educación de los hijos y en el aprendizaje de los alumnos: la necesaria autoridad de los padres y los profesores a la hora de ejercitar –cada parte- sus funciones.
La escena de este primer encuentro entre ambos protagonistas no tiene desperdicio. Un impaciente Jorge VI insta a Lionel a iniciar la terapia. El profesor marca pronto las líneas del terreno de juego: Sólo empezaré si quiere usted ser tratado.
Continúa el pulso entre ambos. Lionel le pregunta cómo debe llamarle. Alteza Real dice Jorge VI y añade: Luego es Señor, después de eso. Lionel no se inmuta y le dice: Es un poco formal para mí. Prefiero los nombres. El monarca –intuye que su profesor quiere imponerse- le suelta la retahíla de sus nombres: Príncipe Alberto Federico Arturo Jorge.
Qué tal Bertie, le expeta Lionel. Jorge VI empieza a exasperarse: Sólo mi familia me llama así. Y hace ademán de encender un cigarro. Lionel le corta en seco. Le prohíbe fumar. Y concluye el duelo con una afirmación concluyente: Mi castillo, mis reglas.
La igualdad es un valor necesario en nuestra sociedad. Nadie discute esto y los avances, en esta línea, son importantes. Sin embargo, pretender que la igualdad sea herramienta para medir todo progreso tiene consecuencias nefastas a nivel familiar y escolar.
La igualdad a ultranza socava la necesaria autoridad de los padres con respecto a los hijos. Si somos iguales, para qué un padre y una madre. La desigualdad en la familia posibilita no sólo la autoridad sino también la riqueza de aportar cada uno lo que le es propio. Roles clónicos nos dejarán huérfanos de valores.
La igualdad a ultranza socava el cimiento básico de todo aprendizaje. Si los alumnos son iguales que los maestros para qué, entonces, los maestros. Ser desiguales no significa ser superior a otros. Es, simplemente, dotar al hecho de enseñar del marco adecuado para que pueda realizarse tal acto.
Lionel igual no sabe de políticas educativas pero es un buen maestro y, por eso, sitúa al Rey en su sitio: es alumno. Jorge VI no sabrá de pedagogía pero ha sido un buen hijo y, por eso, comprende que el profesor debe tener su puesto y merece respeto.
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