La mayoría
silenciosa –aquellos que no se manifiestan- pueda que, simplemente, tenga un
cierto sentido ético de la ciudadanía y no una postura política concreta.
Quizás
el silencio más clamoroso de la historia fuera el protagonizado por Tomás
Moro en su controversia con Enrique VIII. Tomás Moro, Lord Canciller
de Inglaterra, fue acusado de alta traición por no prestar juramento al Acta
de supremacía que erigía a Enrique VIII como cabeza de la nueva
iglesia de Inglaterra. Declarado culpable en un juicio amañado, fue condenado a
muerte. Murió en Londres, decapitado, el 6 de julio de 1535.
¿De
qué manera no prestó ese juramento Tomás Moro? Guardando silencio. Nunca se
manifestó sobre las pretensiones del rey aunque en su interior renegara de las
mismas. Hay que comprender al personaje
para entender su actitud.
Tomás
Moro, católico y fiel defensor de la figura del papado no puede prestar
juramento porque eso supondría renegar de su fe. La película, Un hombre para
la eternidad (1966) de Fred Zinnemann nos cuenta los últimos años de
la vida de este hombre íntegro que supo callar y, al mismo tiempo, con su
silencio mostrar a todos sus conciudadanos lo que realmente pensaba de las
pretensiones de su rey.
El
juicio de Tomás Moro es descrito, con maestría, en la cinta de Zinnemann.
El acusador de Moro analiza los tipos de silencio que pueden darse. Por
ejemplo, el de un muerto. Si se le hace una pregunta a un muerto, éste no dirá
nada. Es un silencio sin más. Fácil de explicar y sin ninguna casuística que
comentar.
El
acusador prosigue. Imaginemos que un hombre, delante de muchos otros, saca un
cuchillo y arremete, de manera violenta, contra la persona que tiene junto a
sí. El público, que contempla la escena, calla. En un posible juicio, esos que
guardaron silencio serían acusados de delito también pues su silencio les hace
cómplices de la acción homicida. Con su silencio, no hicieron nada por impedir
el atropello y deberán pagar por ello.
El
acusador expeta a Tomás Moro que el silencio, según las circunstancias,
habla. Y que su silencio, ese no prestar juramento al Acta de Supremacía, le
delata. No hablar es, en definitiva, negarse a jurar al igual que los que
no dijeron nada en la agresión con cuchillo son cómplices de la acción.
Tomás
Moro se defiende. Y le recuerda una máxima de la ley de la época. Quien
calla otorga. El, calla, luego, con su silencio, otorga ante el Acta de
Supremacía. El tribunal se solivianta ante la inteligencia de Tomás Moro y
no tiene más remedio que acudir a un testigo comprado para condenarlo.
Como
bien se indica en la escena, nunca un silencio fue más clarificador. Todo el
mundo sabía lo que opinaba Tomás Moro aunque nunca pronunciara palabra
alguna al respecto.
En
los últimos días, se hacen intentos por poner palabras a aquellos que no se
manifiestan en las calles para protestar por la situación económica y política.
Más allá de esta circunstancia, viene bien recordar que, quizás, el que calle otorgue
pero nunca sabremos, a ciencia cierta, en qué dirección otorga.
Salvo
que los que callen sean como Tomás Moro. El silencio de las personas íntegras
es fácilmente traducible. La mayoría silenciosa –aquellos que no se manifiestan-
pueda que, simplemente, tenga un cierto sentido ético de la ciudadanía y no una
postura política concreta.
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