Solas, la opera prima de Benito Zambrano es, lo de es desde hace tiempo, una película que me cautiva por el personaje de Rosa, interpretado de manera magistral por María Galiana.
Rosa, una señora mayor, de pueblo, con pocos estudios pero que sabe amar, se traslada a la ciudad para cuidar a su marido enfermo que está hospitalizado. Mientras dura esta hospitalización, Rosa vive con su hija –María- una chica joven que malvive, se da a la bebida y que decide tener a su hijo pese a la mísera vida que lleva y pese a saberse abandonada por el padre de la criatura.
La relación entre madre e hija es nefasta. Como lo es la relación de Rosa con su marido. Un hombre déspota que la maltrata de manera psicológica y física, aunque esto último no se refleje en la película pero se deja claro. En este infierno vivencial, Rosa conoce a un vecino de su hija, solo y aburrido, que como ella no comprende ya la sociedad en la que vive y al que todo se le hace cuesta arriba.
Rosa es vieja pero no se rinde. Sabe que tiene cosas que aportar y lo hará a su manera. Sus armas, el amor, la paciencia y la discreción. Una escena resume esto a la perfección. Su hija discute con ella. Le dice que la deje tranquila y la ofende ridiculizando la vida triste que ha llevado junto a su padre. Su madre no se inmuta y le dice: te ofrezco lo que soy, lo que tengo.
Rosa cambiará la amargura vital de su hija, dará esperanzas nuevas de vida a su vecino y conseguirá que el corazón podrido de su marido dé señales de arrepentimiento.
Que distinto el papel de Rosa al del sheriff de No es país para viejos. Ed Tom Bell, no comprende de manera alguna la sociedad que le toca vivir y lidiar. Sueña con retirarse porque se siente viejo y fuera de sitio.
Creo que el problema lo tiene Ed y no su condición de ser viejo. Los viejos –que bueno poder llamarlos así sin que nadie se moleste- son necesarios porque son capaces de cambiar el mundo aportando lo que tienen y lo que son: la experiencia y nuestro origen.
José Luis Sampedro, flamante Premio Nacional de las Letras, nos ofrece esta misma visión de la vejez, que no está de más ni de sobra en La sonrisa etrusca. La sonrisa del que no teme a la muerte y que sabe que, a pesar de los años, tiene cosas que aportar a los suyos; aunque sólo sea a un nieto de corta edad.
El premio hará que volvamos los ojos hacia su obra. Sería un desperdicio, al hacerlo, no entrever la necesidad de volver la mirada hacia los viejos para decirles que la sociedad sigue siendo de ellos.
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