Hace
unos días, Vicente Vallés hizo una interesante reflexión –suele ser así y en La brújula de Onda Cero-- al
relacionar el espinoso tema del supuesto espionaje realizado por la NSA
norteamericana y la escena final de Algunos hombres buenos.
La
citada película, dirigida en el año 1992 por Rob Reiner y protagonizada por Tom Cruise, Jack Nicholson
y Demi Moore, es bien conocida por todos.
Un
marine de la base naval de Guantánamo muere bajo extrañas circunstancias. Dos
marines son acusados del asesinato. Se les asigna a dos jóvenes abogados para
su defensa. Estos –Tom Cruise y Demi Moore- sospechan que los marines acusados
se limitaron a cumplir órdenes de un superior. Ese superior es nada menos que el
coronel Jessep, gran servidor de la patria –interpretado de manera magistral
por Jack Nicholson-.
Pongámonos
en la piel del coronel Jessep. Su responsabilidad es grande y de suma
importancia. La base de Guantánamo es crucial para defenderse de los enemigos.
Conseguir ese objetivo, requiere disciplina y mano dura para obtener marines
preparados. No son posibles los fallos. Un error puede provocar consecuencias
graves para la libertad y la seguridad de América.
Sin
entrar en el por qué de lo que le ocurre a ese coronel, afirmaremos que termina
convirtiéndose en el dueño absoluto de la base y que no tiene problema moral
alguno por utilizar medios inmorales –el famoso código rojo- para la consecución
de un fin loable, la libertad y seguridad de su pueblo.
La
escena final de la película es memorable. El abogado defensor no tiene pruebas
pero sabe que el coronel Jessep ordenó el código rojo que acabó con la vida de
ese marine. Sólo posee un arma para conseguir que el coronel confiese. Hacer
estallar su prepotencia para que termine confesando.
Por
si alguien no ha visto a película, dejemos aquí el apunte sobre la tema para
centrarnos en la cuestión que nos ocupa. (No ver, entonces, el vídeo que se
adjunta pues resuelve el asunto)
El coronel Jessep expeta al abogado lo siguiente: Y no tengo ni el tiempo ni las más mínimas ganas de explicarme ante un hombre que se levanta y se acuesta bajo la manta de la libertad que yo le proporciono y después cuestiona el modo en que la proporciono.
Y la
reflexión queda así servida aunque, seguramente, siempre quede inconclusa en lo
que deba terminar la misma. ¿Miramos hacia otra aparte aunque se cometan atropellos?
¿Consentimos
en que se espíe, sin garantías legales, porque esa manera de hacerlo es la única
que, realmente, nos asegurará seguridad?
O, dicho más crudamente. Si nos ponemos legalistas y nos ponen una bomba porque no sea posible expiar, sin más, ¿qué preferiríamos entonces?
Erich
Fromm circunscribió el miedo a la libertad a la esfera de la experiencia
personal de cada uno. Quizás no entrevió que el miedo a la libertad,
finalmente, fuera tan sólo un anhelo por vivir con seguridad.
Pero
siempre habrá hombres buenos que preferirán asumir el riesgo de la libertad a
mirar hacia otra parte. No debería dar miedo la libertad. Muchos han dado su
vida por no mirar hacia otra parte y exigir que se cumpliera con la legalidad. A
esos, se lo debemos.