Todas
las canciones tienen un estribillo. Es la necesaria parte pegadiza, destinada
al público, que necesita de la repetición para aprender una letra. Sólo cuando
algo se aprende, cabe la posibilidad de que ese algo guste. Lo saben los músicos y lo sabe el que
compra un disco.
Entre
los adolescentes, se repite un estribillo –los medios de comunicación lo
denominan ahora pomposamente como mantra- que sale a colación en cualquier tipo
de conversación que mantengan: No me arrepiento de nada.
Tal
afirmación en gente joven creo que no tienen especial importancia. Un joven no
tiene pasado. Tiene un presente confuso y un futuro lejano que anhela. Sin
pasado, el arrepentimiento –que es memoria- permanece inactivo.
Preocupante
me parece esta afirmación en personas que ya dejaron la juventud atrás. Con los
años, uno es más pasado que futuro. El tiempo es vida y también la condición de
posibilidad de no haber hecho uno lo que debe.
Creo
que esto lo compartimos todos. También los que sostienen que no hay que
arrepentirse de nada. La misma construcción de la frase ya deja entrever que se
asume, al menos, que hay cosas que uno no ha hecho bien.
Sin
embargo, tener conciencia de que uno debe arrepentirse de lo que haya hecho mal
es dignificante, nos ofrece la posibilidad de ser mejores y, además, es
garantía de salud mental.
Para
acompañar el razonamiento de tal afirmación recurriré a la poesía para evitar,
así, los argumentos circulares de la filosofía y las casuísticas laberínticas
de la psicología. El olvidado Luis Rosales y su poema Autobiografía me parecen
idóneos.
Como el náufrago
metódico que contase las olas que le bastan para morir;
y las contase, y
las volviese a contar, para evitar errores,
hasta la última,
hasta aquella que
tiene la estatura de un niño y le cubre la frente,
Es
cuestión de tiempo –la vida se encarga de eso-
que resulte inevitable echar la vista hacia atrás. Si uno ha vivido sin
conciencia de arrepentimiento alguno, no podrá evitar convertirse en un
náufrago rodeado por las aguas de todo aquello que debió hacer y no hizo y por
todo aquello que hizo y no debió llegar nunca a convertirse en realidad. Esta
realidad se torna dramática en el ocaso de la vida.
Por otra parte, la memoria, adormecida durante años, es traicionera. Saca del recuerdo hasta lo más vergonzoso de una vida para buscar la herida (la estatura de un niño…)
así he vivido yo
con una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás
me he equivocado en nada,
sino en las cosas
que yo más quería.
Enfrentarse
a la vida con la prudencia de un caballo de cartón en el baño puede
parecer pusilánime. No lo creo. La prudencia no es otra cosa que sabiduría que
sabe tomarse su tiempo.
Por
eso, el final del poema me parece definitivo. El cariño, cuando es sano,
reconoce que el arrepentimiento es la señal de que en nuestras relaciones
personales buscamos el bien de quienes nos rodean y no el provecho propio.
Esta
no es la esencia del arrepentimiento pero sí la casilla de salida para
comprender que ese no arrepentirse de nada significa, sin más, que uno
no ha querido nunca a nadie. Buen estribillo que se aprende pronto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario